miércoles, 3 de febrero de 2021

Abrir la apuesta

 


Tras finalizada una sesión con un paciente se abre un espacio de conversación con los Acompañantes Terapéuticos del mismo, encargados de trabajar en el espacio de domicilio y de asistirlo en los traslados a los consultorios de las diferentes terapias a las que concurre. El paciente es un joven de 30 años, que fue diagnosticado hace unos tres años bajo el sesgo de una demencia fronto-temporal, patología de raigambre orgánica y carácter evolutivo.

Lo que transmiten posee un tinte de reclamo, de queja, no dirigido a la figura del musicoterapeuta, sino hacia la familia del paciente. Sostienen que “ya no puede continuar viajando en colectivo”, motivo por el cual plantearon un ultimátum a la madre en el que solicitan que sea ella quien tome a su cargo los traslados (estando de todos modos presentes ellos en los viajes) en el auto particular de la familia, o mediante taxis o remises.

Señalan que la familia “no acepta” la patología del joven, y que están a la espera de una suerte de  milagro. De todos modos, alegan que no será una solución que los traslados se den del modo que solicitan, sino que ese paso permitirá a la madre del paciente “darse cuenta” de que tampoco esa alternativa es funcional, ya que se presentarán dificultades para que baje del auto, cuestión que no piensan anticiparle, justamente, para “que se dé cuenta”.

Sí están dispuestos a sostener las salidas a la plaza, cercana al domicilio, donde concurren a pie, ya que “caminar le hace bien”. Marcan en paralelo que el espacio de Musicoterapia es el único en que el paciente ingresa solo, sin dificultades, reconociendo a la figura del terapeuta y la cuestión edilicia. En los demás (tanto en consultorio como en domicilio), comentan, ellos son convocados a intervenir ante algunas disrupciones.

En el recorrido del decir de los A.T., mi escucha se centró en dos cuestiones: por un lado el significante “aceptación”, y por otro lado en el carácter de acting-out, de mostración, que podría revestir esta intervención de su parte (tiene el estatuto de intervención). El derrotero, según sus palabras, se dirige a mostrarle al otro que está errado en su “no aceptación” y, como contrapartida tácita, erigirse como quienes tienen la razón. Es, claramente, un forzamiento. ¿Será que ellos aceptaron algo?

Entre quien rechaza una cuestión y quien insiste en mostrar que la cosa es de un único modo no hay mucha distancia, basta dar vuelta la moneda para hallar a uno u otro. Lo que sí queda elidido es el plano de la elaboración y construcción, que hasta podría moderarse en la metáfora de alguna pretendida mayéutica; y, por supuesto, el despliegue del paciente. A la vez, me llamaba la atención que no contemplaran en el ultimátum dar un paso al costado, esa alternativa no estaba presente en su decir.

Frente a este panorama, hacer semblante de saber no me pareció lo indicado por el tinte confrontativo y estéril respecto a posibles efectos productivos en relación al paciente. Por ello tomé como alternativa plantearles la búsqueda de una luz (sin sesgo místico, sino al modo en que se nombra cuando algo no cierra por completo: queda una luz) que sostuviera una apuesta, significante que me pareció oportuno introducir.

¿No es acaso una apuesta lo que sostenemos como profesionales de la Salud? La apuesta no ofrece seguridad alguna, es, si se quiere, cierta suspensión del saber. Pensemos en el juego de la ruleta: se puede apostar a un número, se puede tener incluso lo que en la jerga llaman “palpito” respecto a que podría salir ganador, pero queda de todos modos una porción irreductible resignada al azar que puede venir a confirmar o no nuestra sospecha. Podría desmentirse el resultado, rechazarse, pero ya estaríamos ubicándonos en los márgenes de las reglas del juego.

En el presente caso, la apuesta es un entuerto, ya que comprende vascular entre cierto entendimiento respecto al diagnóstico y/o pronóstico por un lado -no desmintiéndolo en la espera de un “milagro” si se quiere-, sin caer en una zona de inocencia; y estar abiertos a la emergencia de la diferencia, por otro. Esto, creo, puede delimitar una zona de grises entre las posiciones de los A.T. y la de la familia (según como fue presentada en el discurso).

Una analogía que les planteaba era la apelación a la única certeza que podemos sostener, y que se liga a la muerte de todo ser vivo. Aceptar o no la finitud del humano es una arista, pero no por ello dejamos de buscar alternativas que configuren un camino ligado a lo vital. En este caso podría emparentarse algo de esto con el par diagnóstico-pronóstico en su relación con el recorrido terapéutico posible.

En el retorno a la atención presencial, tras un largo período de reclusión domiciliaria del paciente consecuencia del Aislamiento Preventivo y Obligatorio, algo del orden de la afectividad se puso en marcha del lado del joven, quien prorrumpió en llanto frente al encuentro físico con la figura del musicoterapeuta. No considero que esto pueda ser clasificado como alegría, tristeza, etc., ya que falta el S2 que permita una articulación más clara, lo cual no empaña la aparición de un tinte importante en lo que refiere al lazo y que opera como una de las premisas para sostener la atención en consultorio mientras sea factible.

Posterior a esta conversación, dos cesiones se hicieron presentes: la de la madre, aceptando trasladar a su hijo en su auto a los espacios de tratamiento, y la de los A.T., quienes no destacaron dificultad alguna del joven para descender del vehículo. En paralelo, se ha orientado en la búsqueda de cobertura por parte de la Obra Social de algún medio de transporte privado que habilite dos cuestiones: el sostén de la atención en consultorio para el paciente -ya que se concibe como inherente al momento de tratamiento-, y la demora necesaria para la elaboración familiar de aquello que se presenta como ominoso.

 

Buenos Aires, Febrero de 2021.