jueves, 3 de septiembre de 2020

La madre es la madre

Buscando un archivo en mi computadora hallé, de casualidad, este texto, que había escrito en el año 2006. Habían pasado breves meses de mi graduación por aquel entonces, y comenzaba a dar mis primeros pasos en el campo.
         Lo comparto porque, más allá de los claros puntos de falta y el tinte de queja que posee, me permite, al releerme, escuchar algo del orden de lo apasionante que resultaba (y resulta) para mí, evidentemente, la clínica. Y también, porque probablemente resulte cercano en tanto experiencia en común -que con diferentes matices nos haya atravesado en algún momento- a muchos profesionales. Quizá, más adelante, lo tome como punto de partida de algunas reflexiones. 

Algunos datos sobre el paciente y el contexto del caso.

         El paciente, que nombraré A., tiene cinco años de edad. Vive con su madre, su abuela y su tía (hermana de la madre). El padre -quien no aparece en los decires- no convive ni visita al hijo, al igual que los abuelos varones. No hay, en resumen, presencias “masculinas” en lo cotidiano.

Llega derivado por medio de una institución que funciona a modo de consultorios externos, en la cual está en tratamiento en Psicología y Fonoaudiología. La orientación que sustenta su trabajo es cognitivo-conductual.

A. posee un diagnóstico de Trastorno del Aprendizaje. Presenta dificultades en el jardín de infantes, en el cual le han indicado una permanencia en sala de cuatro años por “no alcanzar los elementos considerados indispensables”. Mi inclusión aparece como ligada al hecho de la no aceptación -en el jardín- de una maestra integradora que ayude al niño en los aprendizajes.1

Las mencionadas profesionales recurren a mí, entonces, para que acompañe al niño en el recorrido del aprendizaje por medio de la música (principalmente apelando a canciones). Me plantean que el abordaje debe ser domiciliario; el primer mes con una sesión semanal, pasando inmediatamente después a duplicar la frecuencia.

Fui citado por las profesionales a una reunión para conversar acerca del caso -antes de dar inicio a la atención del niño en Musicoterapia- y al arribar me sorprendo por la presencia de la madre del paciente en ella. Allí, los temas rondaron cuestiones varias menos lo que hacía al núcleo central para el cual había sido supuestamente convocado al encuentro. A la vez, los elementos que buscaba plantear a las profesionales, debí dejarlos de lado por la presencia de la madre del niño, quien no tiene por qué estar al tanto de lo que concibe un  terapeuta de su hijo en lo que hace al modo de trabajo en cuanto posición y pura teoría.2

Al día siguiente, concurrí nuevamente para conocer al niño, previo pedido de las terapeutas. Nueva sorpresa: me invitaron a ingresar a una sesión de Psicología -destaco que no rehusé entrar por no autorizarme a poner en palabras lo inadecuado que me parecía- en la cual se estaba trabajando sobre la “psicoprofiláxis” respecto a la futura operación de oído de A. (de la cual desconozco las causas).

Dentro del consultorio observo el modo de juego que se hacía presente: la psicóloga enseñándole al niño cómo debía jugar: “con el bisturí trabajamos en la oreja”, “limpiamos con la gasa”, “el estetoscopio va en el corazón”, etc.. Observo también al niño, intentando jugar a otra cosa diferente. Me contacto brevemente con A. e ingreso -de un modo totalmente distinto al comentado- en la escena.

Al finalizar este encuentro, sostengo la intención de conversas con alguna de las profesionales, pero no resulta posible, ya que deben continuar atendiendo a otros pacientes.

Apuntes de las sesiones

Primera sesión:

        La sesión se desarrolló según los dictámenes del juego propuesto por el paciente. Dicha escena lúdica consistió, al comienzo, en tomar él una supuesta espada y ofrecerme otra a mí, con el objetivo de llevar a cabo una pelea en la cual yo siempre era herido, pero a su vez imposibilitado de morir. Si esto último se atisbaba, él buscaba el modo de despertarme, por ejemplo, llamando al hospital.

Posteriormente el juego derivó en una suerte de comunicación por teléfono celular, en la cual, ante mis preguntas en la “conversación”, él se restaba -¿dejándome en falta?-, lo cual despertaba sus carcajadas. La esencia del juego parecía ser aquella: mantenerme al margen, no permitirme ingresar en el registro de una comunicación telefónica directa con él ni con ningún otro (como la policía o el hospital, por citar algunos de los que se hicieron presentes).

Por último, el recorrido de juego devino en una escena en la cual el niño me servía un “café”. Constantemente impedía que yo tomara la infusión, ante lo cual, sus carcajadas se hacían presentes. Al cierre de la sesión A. no quería que me retirara, solicitaba que me quedara más tiempo.

Segunda sesión:

         En la sesión el paciente desplegó las mismas escenas de juego que la semana anterior; se intentó generar variaciones, pero la exigencia del niño se ligaba a la repetición.

Se presentó, como dificultad, el hecho de que el paciente se golpeó accidentalmente, dañándose un diente (agregándose una efusión de sangre), lo cual dio lugar a múltiples interrupciones que dificultaron el desarrollo de la sesión. A su vez, la escena que desplegaba por aquel entonces, debió suspenderse por el grado de agresividad en el campo de los “ataques” con la espada. 

Tercera sesión:

        El paciente desplegó un juego en el cual me “agredía” por medio de golpes. Allí, iba “matando” diferentes partes de mi cuerpo, para luego, tras yo verbalizar dicha “muerte”, alcanzarme el teléfono celular para que efectuara un llamado a la policía. En lo que se refiere a los estos “llamados”, es importante comentar que no permitió que los complete, sino que buscaba interrumpirlos (centralmente si aquellos eran dirigidos a su madre). Acontece lo mismo que en la primera sesión: no habilitaba que me dirigiera a un tercero, en este caso para pedir ayuda o denunciar.

Es importante mencionar que el paciente, en toda ocasión, cuando ingresábamos al espacio de juego (su habitación) “cerraba la puerta” echando mano a sus herramientas de juguete “para que no se pudiera abrir”.

Luego, estableció una nueva escena en la cual él se ubicaba dentro de una supuesta bañera para enjabonarse, solicitando que, posteriormente, fuera yo quien desarrollara idéntica acción. Tras esto, el juego devino en una escena como si nos ducháramos, cumpliendo él ahí el papel de hurtarme el jabón y el shampoo. Es de destacar que cuando él se duchaba, me requería que “esperara afuera”, sancionando de su parte una nueva demarcación respecto a lo espacial.

Tras esto retomó las agresiones físicas -máxime cuando le solicité que no me golpeara fuerte-, lo cual llevo a que le planteara que de no cesar deberíamos abandonar el juego. Luego, me pidió que me sentara y comenzó a romper unos papeles que arrojó dentro de mi ambo. Una vez que finalizó, introdujo su mano en mis prendas para retirarlos, pasando a tirarlos posteriormente al cesto de basura a pesar de las constantes negativas de su abuela, quien se había hecho presente en la escena. En una ocasión, al meter su mano en los bolsillos de mi ambo denotó sorpresa por el hecho de, al desacomodar mis ropas, observar que tenía “pelos en la panza”.

En diferentes momentos de la sesión, se abalanzaba sobre mí a la vez que me profería un “te amo”.

La caída del tratamiento de Musicoterapia.

         El tratamiento que se iniciaba comenzó a verse dificultado por los siguientes sucesos:

        Primero, ubico la cancelación que efectúo de la sesión que continuaría en la lista mencionada. No concurrí a dicha sesión, no podía llegar en el horario pactado.

El segundo elemento es la cancelación de la sesión inmediatamente siguiente de parte de la abuela del niño, quien se comunica conmigo para avisarme que no concurriera porque A. debía hacer reposo consecuencia de la operación que había atravesado la semana anterior. Por los comentarios previos de la abuela, dicha operación no conllevaba riesgo alguno, y era inclusive de un post-operatorio ambulatorio, sin restricción alguna de la actividad. Refiere, en su mensaje, la palabra del médico: “prescribió reposo”.

El tercer elemento es un cambio de horarios que le solicito a la abuela (que era con quien tenía contacto ya que la madre de A., a la hora en que teníamos sesión, estaba en su trabajo) debido a que yo había comenzado a trabajar con un horario extenso en otra institución. Este tema había sido mencionado por mí al comienzo del tratamiento, quedando anoticiada la abuela del niño, con antelación, que el horario acordado era vigente por breve tiempo, y que luego deberíamos combinar otro.

Ante este cambio que solicito, ofreciéndole otras opciones, la abuela se muestra reticente y responde que debe decidir la madre de A., ya que “la madre es la madre”, y que aquella se comunicaría conmigo cuando tomara una decisión. Esto no ocurrió, sino que lo que llevó a cabo fue una llamada a la psicóloga tratante para decirle que no se podría continuar con el tratamiento junto a mí como consecuencia de los nuevos horarios que le había propuesto.

Fue así que la profesional se contactó conmigo para que nos reuniéramos a fin de evaluar el devenir del caso. Este encuentro se precipitó en un momento clave, en una encrucijada, ya que previamente yo mismo les había solicitado encontrarnos para hablar del paciente y el contexto, pero lamentable y repetidamente se suscitaba un problema: justamente, de horarios.

Así, una vez en la reunión, me comentan que yo no podría continuar atendiendo al niño porque la madre pretendía que las sesiones fueran en un horario en particular, el cual yo no disponía (A. concurría por las mañanas al jardín, y, a cierta hora de la tarde tomaba un medicamento que lo dejaba, junto al desgaste escolar, supuestamente muy cansado, por lo cual “no podría trabajar en la sesión”).

Allí el cierre de la etapa, ahora a evaluar lo acontecido. 

Comentarios.

Por el modo de acción que presentaba el paciente, en los momentos en que lo vi, no se hacía previsible que a las cinco de la tarde (horario ofertado) estuviera cansado. Esto mismo confirmaba la fonoaudióloga. Todo parecía indicar más bien lo contrario: aparentaba ser más un niño de los que difícilmente se cansan, de acuerdo a la intensidad observada, por lo cual no creo que la excusa de la madre fuera bien fundada.3

La familia de A. se presentaba de modo particular, ellas mismas lo decían: “somos un matriarcado”, lo cual exponía la abuela cada vez que me veía. Tal vez situaba allí algo del problema de su nieto, sin darse cuenta. El ingreso de una figura masculina al ambiente del hogar no debía ser un hecho poco notorio, y esto probablemente generaba algún punto de incomodidad por parte del matriarcado.   

Uno de los elementos que se hacían presentes en las sesiones que tuve con el niño, como fue relatado, consistía en que él “cerraba” con unas herramientas de juguete la puerta del lugar donde trabajábamos, de modo tal que diferenciaba bien dos espacios, uno de los cuales le era propio, privado, respecto a los demás integrantes del grupo familiar. Esto no debía ser algo sencillo de aceptar en el seno del matriarcado. Algo les era restado, él se restaba de la mirada de ellas para realizar un trabajo, el cual tenía mucho que ver con ese ítem precisamente, el restar: restarle, quitarle algo al otro en la escena de juego, dejarlo en falta.

Probablemente sea este elemento el central que A. buscaba desplegar en el espacio lúdico de terapia, en contraposición con lo que le acontecía en su casa, con su familia conviviente, y lo que le sucedía en los espacios terapéuticos con las mencionadas psicóloga y fonoaudióloga, quienes le “enseñaban” al niño a jugar, a hacer, es decir, lo confinaban al lugar de objeto.4

Con esto que escribo observo que el cambio de horarios parece ser algo así como una excusa, como lo que da el pie a las figuras maternales para mantener al margen los esbozos de cambio que se podían perfilar.

Errado, en relación a la institución.

         La institución desconocía absolutamente la posición terapéutica que yo adoptaba en el campo de trabajo; me habían convocado porque una profesional en común que nos había conectado, pero desconocían demasiado.5

A su vez, las profesionales, parecían no querer hablar del asunto que nos reunía. Digo esto porque, en todos los momentos que pretendí armar un encuentro de intercambio, se plantearon dificultades de parte de ellas. Estas eran de horarios (no dudo que estuvieran ocupadas), pero quien realmente tiene una posición adoptada para encarar el trabajo asume las responsabilidades y busca el modo efectuar un seguimiento del tratamiento de sus pacientes. 6

En correspondencia con lo que vengo desarrollando, se me presenta como necesario marcar la posición que yo ocupaba en relación a la institución, que verdaderamente no era dentro ni fuera, sino en un punto intermedio bastante nebuloso. No era parte de la institución (aunque de algún modo trabajaba para aquella); no era invitado a las reuniones que desarrollaba el equipo en conjunto; no trabajaba en el mismo espacio físico; no compartía el marco que sustentaba su práctica; etc. Por todo esto el lugar que ocupaba era confuso, creo para ambas partes. Estos aspectos también llevaron, como por añadidura, a la retirada, de parte de la familia del paciente, del espacio de Musicoterapia.

A su vez, otros puntos se planteaban como complejos: que el abordaje fuera domiciliario no estaba fundamentado. El paciente concurría dos veces por semana a la institución para las otras especialidades, y esto no era motivo para que no fuera una vez más, o que permaneciera un tiempo extra en la misma. Esto también me ubicaba en un lugar intermedio en relación al formar parte, o no, de la institución.

Yo había decidido aceptar, en primer término, el trabajo domiciliario como punto de partida de la evaluación. Me tomaba un tiempo para observar las condiciones en las cuales se desarrollaba el trabajo y decidir si atender al paciente o no. Era una decisión tomada (de mi lado) el requerir a la institución que las sesiones comenzaran a llevarse a cabo en consultorio a la brevedad. Esto, imagino, también habría resultado problemático.

En resumen, las condiciones indispensables de posición dentro de la institución y encuadre (con todo lo que aquel comprende) no estaban dadas para que el abordaje del paciente partiera de buen puerto. A la vez, el lazo transferencial con la familia no estaba sustentado, ya que yo hablaba con la abuela, quien luego marcaba carecer de poder de decisión; y quien sí lo tenía no hablaba conmigo sino con la institución, la cual, a su vez, no me contactaba. Todo esto hacía presuponer, visto ahora retroactivamente, que el tratamiento de Musicoterapia caería.

 

Buenos Aires, Marzo de 2006.

   

Notas actuales 

1 En la actualidad me pregunto acerca de esto: creo que hubiera resultado interesante a los efectos de la construcción del caso contar con más texto en relación a esta sentencia, que suena enigmática (y a muchos otros puntos).

2 No considero esto de un modo tan firme actualmente. Aunque destaco la pertinencia de la diferenciación de contextos para arribar a tales cuestiones.

3 ¡Una excusa es una excusa! Lo preciso es su operatividad, y no tanto su basamento en este caso. Claramente, esta lectura, no la pude realizar en aquel entonces.

4  Esto se articulaba, por aquel entonces, con una versión personal de la lectura del libro “El psicoanálisis en la clínica de bebés y niños pequeños.” de Elsa Coriat, más específicamente el Capítulo XIII.

5 Quizás yo también desconocía en cierto punto cuestiones ligadas a dicha institución, mas con alguna referencia contaba previo a mi ingreso, lo cual ubico como una omisión de mi parte que acarreaba consecuencias.

6 Sentencia compleja, en cierto punto inocente, y no adecuadamente formulada por mi parte.